El tipo se desplazaba estáticamente. La imagen era admirable, los pasos seguían la dialéctica de siempre, pero el resto del cuerpo no se inmutaba, como si no advirtiera el inequívoco desplazamiento. Iba para allá seguro, siquiera parpadeaba.
El tipo estaba apurado, pero no se sabía bien por qué. Cada paso se aceleraba aún más y de pronto parecía que esto iba a estallar en hilachas de cordones y lengua y un pedazo de cuero.
Y por fin llegó, o al menos eso parecía porque de repente se detuvo. Descansaron sus pies y se limitó, pues, a oír...
Sonaba un tango en segundo plano, en lontananza, a unos 222 pasos de sus fanguyos. Un tango oxidado...
Y así fue que bailó sobre su imaginación y sobre sus zapatos. En la imaginación tiró unos pasos ciñendo los recuerdos de los arrabales, de allá tan lejos; y con sus zapatos dibujó, sobre el polvo de la calle, trazos muy tristes y desgarrados.
El álgido crujido de su zapato izquierdo sobre una hoja devenida otoñal culminó la misteriosa milonga que susurraron las contingentes moléculas del aire. Y se quedó allí... tieso como la situación.
Grotescamente, en esa escena carente del tiempo, los párpados fueron interpelados por algún guiño de antaño y fue que entonces se cerraron y sus oídos se abrieron esta vez ante la portentosa orquesta telúrica. Escuchó dibujarse en el éter incomprensibles degradés sobre la voz del viento y sus huéspedes: las hojas.
Y ya no lo soportó más y maldijo esta tierra de la América y sus intermitentes huéspedes. Denostó sus sentires de ombligo y sus barbas y sus ambiciones.
Así fue que, y nadie se lo explica, se apuñaló siete veces. Se dice fueron 7 notas de bandoneón.
jueves, 23 de noviembre de 2006
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