No es fácil reducirse a las palabras y los ojos para contar semejantes divertimentos, pero acudiré a ellos, qué más queda. Que me tilden de poco serio quienes así lo deseen. Me niego a hurtarles a los Hombres una historia que sangraron para decirla.
Todos, de alguna u otra manera, sabemos lo difícil que resultaba encender las velas en casa de Segundo. Apenas uno asomaba el intento, lo dejaba traspapelarse entre los brazos, pues allí arremetía una oleada de aire helado que impedía cualquier empresa. Y así perdían la magia las partidas de truco y los cuentos de terror. Es que a nadie le caía del todo bien prender las luces eléctricas en aquellas ocasiones.
El dueño de casa, provisto ya de alguna experiencia en el asunto, adjudicaba la anomalía cósmica, a justamente eso: una triste y simple anomalía del Cosmos. Y cuando se acercaba la fecha, festejaba el cumpleaños en lo de algún buen amigo.
Pero los grandes visitantes que acudían a su puerta negaban todo tipo de simplezas. Allí sucedía algo más, y se les atravesaban por la mente fantasmas de cera y genios mal incinerados. Se acurrucaban horas en los rincones más iluminados- es que no hay mejor escondite para las velas que la misma luz-, y en aquellos lugares le daban vida a la cera. Una vida corta, por cierto, ¡es que siempre surgía desde el misterio la brisa congelada que acogotaba al tímido fuego!
El hecho se convirtió pronto en asunto público, y comenzaron los asedios periodísticos. Y a eso vinieron las llamadas del Gobierno, que usted sabrá señor Segundo que en el Estado no somos amigos de las fantasías, ya comprenderá, así que prenda una maldita vela de una vez y déjese de tonterías.
Pero por más que lo intentaban, nada sucedía. Acudieron inspectores y policías. Médicos y bomberos despedidos. Y ninguno jamás pudo con El Viento.
Hasta que, de entre los del pueblo, le dieron la voz y las ganas de hablar a Uno de Esos. Cansado de tanto fetiche y suspicacia, se encaminó a lo de Segundo. Entró y mientras lo hacía comprendió todo. Fue un instante de algarabía que reprimió para no avivar a algún testigo.
Una a una, y pese a las quejas del dueño de casa, fue rompiendo las lámparas y focos, las luces brillantes y las oscuras. Y así en todos los cuartos. No dejó una sola luz eléctrica con vida.
Y allí ocurrió el prodigio. En presencia de un par de curiosos, encendió un fósforo y lo acercó a la vela.
-¡Milagro!- gritaron al unísono Segundo y Algún Otro. La llama estaba encendida, y flameaba orgullosa. ¡Cómo para no estarlo, si hacía años que no aparecía por esos lados!
Todos se apresuraron a abrazar, a maniatar, a coronar a Uno de Esos. Incluso fue nombrado Ciudadano Ilustre, pero por los mismos amigos. Es que el Gobierno envidiaba de a poco la sigilosa sagacidad del hombre.
Cuando al fin, en alguna de las rondas de mate a las que acostumbraba a asistir, se le preguntó cómo diablos había develado el misterio, sonrió un poco, y ante la incredulidad de los médicos y los bomberos, respondió:
-Es que no conocen al fuego. Con tanta luz eléctrica le había dado la timidez.
Dicen que Uno de Esos no necesitó pagar jamás los focos que, en su afán, había destruido. Segundo ya no los necesitaba. En su casa, la luz de las velas brillaba como en ninguna parte. Brillaba y cegaba los ojos, y no era casualidad.
Había vuelto para quedarse.