viernes, 15 de septiembre de 2006

Con la luz del foquito Parte I

y los electrones, esas minúsculas luciérnagas que merodearon por el filamento, que nos disculpen...


Es una mosca buscando salir por la ventana. Primer vuelo, golpe. Segundo vuelo, segundo golpe. La mosca parece entender. Busca oler el aire pero nada. Recorre los recovecos más esquinados de los vidrios. Se alza y amaga con cometer el suicidio de golpearse contra el cristal; lo piensa dos veces y desiste. Recorro la casa, mejor, recorro la casa y busco otras puertas y ventanas, se dice. Tiembla un poco y toma vuelo, y ya está pasando al living. Aquí ya no se ve nada, dos mil ojos que funcionan con la luz del foquito que no está; un candelabro antiguo empolvado por los años. Lejos ve luces lejos. Se larga del living con los ánimos renovados; hay en la nueva pieza dos mesas y una gran puerta. Se dirige a ella con las alas cansadas de tanto pedaleo. Brutalmente, un canto de sirenas. Alrededor no hay nadie, pero el sonido está. De pronto lo ve. Se acerca rápido, hace curvas sobre ella muy lentamente; los ojos fijos en sus ojos, el hambre firme y expectante. La mosca se aleja, pero no es suficiente: la diferencia de alas le favorece a él. Su canto hipnótico la adormece, se forma una danza en la que ella está ebria y necesita que su compañero la sostenga. Hace un esfuerzo imposible por concentrarse en otra cosa y busca la puerta. Firme, pero un poco avergonzada por la huida, se encamina lo más rápido que puede hasta ella. Desde atrás el aleteo le indica que la sigue.